Page 51 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Después del chocolate con “fogaseta” que tomamos en el taller, mi padre me acompañó a repartir mis Recordatorios entre amigos y conocidos. Era costumbre que te dieran algún dinero, cosa que me daba mucha vergüenza, para ponerlo en la limosnera que llevaba en la cintura el vestido de comunión. Mi padre, nada más llegar a casa me requisó el dinero.
Mi vida, mi casa, mi persona, a causa de que mi madre no tenía idea de nada, ni ganas de aprender, eran un desastre y un desorden total. Yo creo que no era feliz y le faltaba ilusión. ¿Cómo iba a ser feliz una mujer joven viviendo con un hombre que tenía 28 años más que ella? Un hombre culto y educado siendo ella casi analfabeta.
Mi padre era capaz de ser encantador con otras personas, pero al mismo tiempo muy cruel con mi madre o conmigo. Recuerdo que a mi madre le decía -”te huelen las manos a fregona”- cuando ella en un arranque de ternura le acariciaba la cara. Con todo el sarcasmo, le recordaba una y otra vez que había vivido en “Chapalangarra”, que, al fin y al cabo, era el nombre de una calle en el barrio de las Carolinas de Alicante, pero que, en su boca, sonaba como haber vivido en una cloaca. También ironizaba con el hecho de que ella siempre tenía “HAMBRE” y lo decía gesticulando como si tener hambre o haber pasado hambre fuera la cosa más vergonzosa del mundo.
Ella, a su vez, le contestaba que, a él, su mujer le había puesto los cuernos con un “soldao”, entonces ya tenían la bronca montada. A mí me dijo en más de una ocasión, cuando se cernía sobre su cabeza la amenaza de tener que llamar al médico a causa de alguna de mis antológicas subidas de garganta -” hija mía, estás podrida”- ¿Cómo se le puede decir eso a una hija?
Por fin, a los diez años, algo bueno me pasó. Mi padre me matriculó en la Academia Ripollés. Estaba en la calle Hospital, después calle Sagasta y actualmente otra vez calle Hospital, (no sé a santo de que cambiar tantas veces de nombre) y era un edificio antiguo y viejo con una gran escalera y barandilla de piedra. Tenía un “abajo” y un “arriba", según la edad de los alumnos. A mí me correspondía “abajo”, no por mi edad, sino porque estaba “el aula de señoritas”, desde allí se oía el tableteo incesante de las máquinas de escribir que manejaban los mayores.
El váter de la Academia, el clásico agujero de siempre, estaba en la terraza, en un cuartito que había en un rincón. Cuando entraba en aquel lugar, recalentado por el sol, me lloraban los ojos por el fuerte olor a amoniaco superconcentrado que se formaba con la mezcla de orines y otras cosas.
Menos mal que podía distraerme leyendo los imaginativos “mensajes” que dejaban los alumnos en las paredes.
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