Page 53 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Hacíamos caligrafía en mayúsculas y en minúsculas porque el director de la Academia, D. José Román Pérez, era un poco fanático de la buena letra. Nos decía que, aunque la caligrafía pareciera cosa de párvulos era importante, porque si en un futuro teníamos que trabajar con libros de contabilidad, éstos tenían que estar perfectos, con letra legible y además bonita.
También nos enseñaban a hacer letra redondilla con aquellos plumines especiales y tinta azul de mojar que comprábamos en la “Papelería Braceli”.
Yo creo que entré en la Academia con buen pie, primero y principal porque D. José no le dio ni pizca de importancia al estado civil de mis padres, por lo que no tuve que andar dando explicaciones del porqué no tenía el maldito Libro de Familia. ¡Qué descanso, por Dios!
Allí se organizaban los estudios de los más jóvenes a base de puntos. Te sabías de memoria la lección de Geografía, 5 puntos, no te la sabías, 0 puntos. Al final del mes se contaban los puntos. Yo que entré en la Academia un día quince, en sólo medio mes reuní tantos puntos que me quedé la segunda de la clase y me dieron un premio frente a todos los alumnos, el premio era un libro de aventuras. “Veinte mil Leguas de Viaje Submarino”. -” A Rosarito Martínez en premio a su excelente comportamiento y aplicación”- firmado por D. José
Cuando llegué a casa con el premio, mi padre no cabía en sí de gozo, ya tenía otro motivo para presumir de niña lista, se lo dijo a todo el mundo. Cada vez que era fin de mes, salía a la calle a esperarme por si traía el premio. La verdad es que lo traje en muchas ocasiones.
Muy pronto y estando “arriba”, dando clases de Ortografía con Miralles, otro de los profesores, se dio cuenta que yo no veía bien, siempre le pedía ponerme en primera fila para copiar las cosas de la pizarra, así que llamó a mi padre y se lo dijo.
Ya de principio en la Óptica Morell de la Corredera, me pusieron dos dioptrías en mis primeras gafas de miope, gafas que llevé toda mi vida.
Las vecinas de la calle, “las comadres”, me dijeron en mi cara que me había puesto gafas para parecer más lista. ¡Pobres mujeres, que mala es la incultura!, con lo que yo he sufrido de niña acomplejada por mis gafas de miope.
De todas formas, yo era una más entre la gente de la Academia. Con mi amigo Adrián Pérez, un chico tímido donde los hubiera, hacía competiciones de Mecanografía, mientras Miralles nos tomaba el tiempo con el reloj de péndulo de la pared, pared donde colgaban letreros que decían “Consulte y Aprenda”, “Trabajo y Silencio”, “Pago de Recibos del 1 al 10 de cada mes”.
Mi querido profesor D. Ramón Miralles tenía un adjetivo preferido para llamarnos la atención que era “mentecato y mentecata” y dependiendo del tono de voz con que lo decía, resultaba más o menos amenazador.
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