Page 68 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Pero lo peor era ver en él la desidia que manifestaba por cambiar las cosas. Se le ponía cara de odio cada vez que al aprendiz se le clavaba una chispa de soldadura en un ojo y había que llevarlo a la Casa de Socorro, o cuando él mismo se constipaba y se pasaba dos meses tosiendo como un tuberculoso sin tomarse ningún remedio por cochino orgullo. Decía que el constipado se iría igual que había venido y quizás esperaba que los demás hiciéramos lo mismo, pero en eso se equivocaba. En cuanto tuve uso de razón juré que eso a mí no me pasaría.
Así, con el nacimiento de mi hermano Ángel, entré de golpe y porrazo en la edad adulta. En cuestión de días me encontré ocupándome de mi hermano y aprendiendo deprisa a resolver situaciones más o menos difíciles para no provocar el histerismo de mi madre.
Cuantas veces mi hermano me llamaba por las noches - ¡tata! - porque había vomitado de tanto toser y no llamaba a mamá. Yo le limpiaba, le daba una aspirina infantil y le volvía a dormir, casi sin hacer ruido. Mi madre hubiera encendido todas las luces de la casa, nos habría despertado a todos repartiendo gritos y órdenes, nerviosa perdida porque no encontraba el termómetro.
La desorganización era otra de las “maravillas” que había en mi casa. Nunca estaba nada en su sitio. El termómetro, perdido en los confines de cualquier cajón, siempre había que pedírselo prestado a algún vecino. Las tijeras, pieza imprescindible, igual podían estar en el cajón de los cubiertos, en el cestillo de los peines, en el armario de la loza o en algún bote del taller junto con tuercas y arandelas, cualquiera sabe. Cuando venía el practicante a ponernos alguna inyección, ni pensar encontrar el alcohol y el algodón. De nuevo ir a pedirlo prestado a casa de un vecino.
Un día, en un tazón de leche que me preparó mi madre, encontré una aguja enhebrada con hilo blanco y dos granos de uva, ¿cómo llegó aquello allí? ¡Misterio!
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