Page 69 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Entre lo mal que veía la pobre y esa absurda costumbre de no tener un sitio para cada cosa y cada cosa en su sitio, no tuve más remedio que convertirme en madre para mi madre y madre-hermana para mi hermano, todo al mismo tiempo.
Muy cómodamente, mi madre fue delegando en mí la responsabilidad del cuidado de mi hermano. Cuando mi hermano, se ponía enfermo, sólo tenía que llamarme por teléfono, a veces en el cine, porque yo ya salía con un chico, entonces el portero se acercaba a mi butaca, - ¿es usted Rosario?, pues dice su madre que vaya. -
Desde que nació he querido tanto a mi hermano o más que si fuera mi propio hijo. Yo no podía consentir de ninguna manera que pasara todo lo que yo había pasado, y a partir de ahí, fui la pantalla que se interpuso entre mis padres y él.
A mi padre le importábamos un pimiento. No era hombre que demostrara sus sentimientos, no tenía en cuenta que contaba con una mujer joven a la que atender, aunque sólo fuera por la amenaza de ponerle unos cuernos hasta el techo. (por ese motivo discutían muchísimo) y con un hijo pequeño al que llevar a pasear.
En su tiempo libre, sobre todo los domingos, mi padre prefería irse a jugar al Julepe con personas mayores como el, al huerto de su amigo Albarranch, el pirotécnico. Eso y su pipa eran más importantes que todos nosotros. No sé si alguna vez nos ha querido. La cuestión es que nunca nos lo demostró, ni con hechos ni con palabras. O no quiso, o no pudo, o no supo.
Uno de esos domingos que mi padre dejó solos en casa a mi hermano y a mi madre para irse al huerto a jugar la partida, cuando regresé a casa por la noche, mi hermano me dijo muy bajito -Tata, hemos estado en el cine con un amigo de la mamá - El enfado que cogí fue tan espectacular, que esa vez, mis gritos sí que se oyeron por toda la casa. Le dije cosas muy duras a mi madre.
Al día siguiente, cuando me levanté a primera hora, vi que estaba haciendo preparativos para marcharse a Alicante con mi hermano. Quería hacer con él lo que tantas veces había hecho conmigo. Mi padre, como a esas horas ya estaba trabajando en el taller, no se enteró de nada, pero yo, ante esa situación, cogí un cuchillo y me planté en la puerta del piso dispuesta a todo. - de aquí no te llevas a mi hermano a dar tumbos por Alicante, si quieres te vas tu sola -. Como me vería la cara de desencajada en ese momento que se fue a su cuarto a llorar. Esa mañana, por si acaso, no fui a trabajar, y con mi hermano de la mano nos fuimos al quiosco de “Doloretes” a comprarle estampitas de aviones.
Cuando salía del trabajo, lo que me hacía ilusión era volver a casa para ver a mi hermano. Creo que se me había despertado el instinto maternal porque disfrutaba cuidando de él. Desde que nació no pude evitar hacerme cargo de su persona todo el tiempo que podía. Cualquier pupa que le salía, cualquier rojez, unas décimas de fiebre o una tos, eran motivo suficiente para que tomara el mando y decidiera que hacer.
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