Page 70 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Me encantaba ocuparme de sus cosas, bañarlo, dormirlo a base de canciones de Serrat o con música de Vivaldi.
En casa todo continuaba igual con mis padres, discusiones subidas de tono a diario, broncas, gritos y amenazas. Mi madre cada vez más histérica y envalentonada. Como yo ya era mayor y no me podía manejar físicamente, se las arreglaba para hacerme chantaje emocional y ante cualquier frustración tiraba de un manotazo toda la medicación que tomaba para la vesícula, se envolvía con una manta y se tiraba en cualquier rincón, amenazando con pasar allí toda la noche. Su frase preferida de entonces era -” cualquier día me tiro al puente”-, después me pedía perdón, pero el disgusto ya me lo había dado. Llegué a la conclusión de que era masoquista, le gustaba hacer ver que sufría para dar el espectáculo y ser el centro de atención.
Entiendo que su vida no fuera feliz, mi padre sólo le hacía caso cuando le convenía, no tenían vida familiar, no salían juntos, no tenían nada en común, sólo reproches y discusiones interminables.
Cuando mi hermano pasó de bebé a niño pequeño y en casa se iniciaba una discusión, lo cogía de la mano y me lo llevaba a dar vueltas a la manzana hasta que amainara la tormenta.
Aquí no se trata de analizar por qué discutían mis padres ni las circunstancias que a cada uno de ellos les había tocado vivir. La cuestión es que, con una total falta de responsabilidad, nos habían echado al mundo. Sí, nos dieron la vida... pero, ¡qué vida!
Mi hermano continuó creciendo, pero ya teniéndome a mí como muro de contención.
Fue un niño normal, muy travieso como todos y también muy inteligente. Cuantas veces se habrá tirado encima la vieja moto Derbi, o se habrá subido, sin ningún cuidado, a las máquinas trilladoras que reparaba mi padre. Le encantaban los aviones, una de sus aficiones era construir maquetas de plástico que le compraba en el quiosco, también le encantaba desmontar cualquier aparato que cayera en sus manos, radios viejas, relojes, lo que fuera que tuviera piezas. Eso sí, muy insistente y con mucha labia, siempre conseguía lo que quería de mí, aunque fuera por cansancio.
Todavía nos quedaría mucho que pasar con nuestros padres a mi hermano pequeño y a mí, pero algo cambió en 1970. Ese año mi hermano ya tenía ocho años y yo veintitrés. La esposa legítima de mi padre y madre de mi hermano mayor había fallecido. Con ese acontecimiento vi la ocasión de poner algo en orden, mis apellidos y los de mi hermano Ángel.
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