Page 58 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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MI NUEVA CASA Y MIS COMPLEJOS
Cuando yo tenía 13 años, por fin nos cambiamos de casa. El dueño de la que teníamos, un hombre mayor del campo de Elche, quiso venirse a vivir al pueblo. Entonces le ofreció a mi padre la cantidad de 14.000 pesetas para que nos mudáramos, con ese dinero y con una hipoteca que pidió en el Banco Hipotecario, compró una casa en una calle en proyecto que había en la carretera de Dolores, ya en las afueras.
Aunque el plano era para una casa de planta baja y piso, al principio sólo estaba construida la parte de abajo, así que nos fuimos a vivir allí mientras terminaban la planta superior. Otra vez viviendo al fondo del taller, otra vez durmiendo en la misma habitación que mis padres, porque de las dos únicas habitaciones que había en el fondo, una era para el hermano de mi madre. Un pequeño patio, el comedor y el váter dentro del mismo comedor. Todo cambió, pero poco. El mismo martilleo constante sobre el yunque, el mismo humo de la fragua, los mismos ruidos nocturnos, aparte del olor a hierro viejo que nunca me desagradó, pesaba como una losa sobre la casa el olor a pozo ciego, ya que al estar construida en una calle “en proyecto” todavía no disponía de alcantarillado, pero por lo menos no tenía que aplaudir a los ratones.
La calle, que después se llamó Vicente Antón Selva que seguramente había sido un caído por Dios y por España, no se diferenciaba mucho de la que habíamos dejado. Gente trabajadora, muchos de ellos de la Vega Baja del Segura, con ese hablar tan peculiar, mitad valenciano y mitad castellano, donde las alcachofas eran alcaciles, las patatas “queradillas” y las sillas son cadiras. Vecinas criticonas en la calle, por supuesto, atentas a todo lo que pasaba por si había que despellejar a alguien. Valía más que te cogiera un tren que la lengua de esas mujeres
Por culpa de mi afición a los tebeos, un día me vi envuelta en una situación muy incómoda y desagradable. Un vecino de la calle, un chico gordo de unos veinte años que vivía con sus padres ya mayores y había entablado amistad con el aprendiz de mi padre que era de su misma edad, de vez en cuando me dejaba tebeos. Una tarde que fui a su casa a devolverle unos cuantos que me había prestado, cerró la puerta tras de mí y con una actitud muy sospechosa me preguntó “si quería que hiciéramos algo”. Me llevé un susto tremendo y salí de allí a todo correr. Nunca más le volví a pedir tebeos.
Poco después le realizó tocamientos a una niña más pequeña. Lo sospeché cuando la vi entrar varias veces en su casa y lo confirmé cuando la cría me lo dijo. Yo se lo comenté a los padres y hermanas de la niña, pero no me creyeron. Al contrario, cuando supieron que lo había intentado conmigo, me dijeron que seguramente yo le había provocado yendo como iba con pantalones o con la falda tan cortita.
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