Page 64 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Un técnico me enseñó sólo a mí, a manejar la multicopista y apenas instalada me encargué de ella. Continuamente estábamos enviando a los accionistas, informes, memorándums, estados de cuenta etc. Redactaba el documento en un papel especial, llenaba los depósitos de tinta y al poco tiempo salían cientos de copias.
Lo que no podía imaginar es que, por ser la única chica en la oficina, las chicas de abajo, triperas y no triperas, me fueran a tomar una inquina tan desmesurada. Yo no entraba por la misma puerta que ellas, puesto que a la oficina se accedía desde la calle, pero cuando me mandaban a buscar al Sr. Bigas, un técnico que trajeron expresamente de Gerona, o a dar algún recado, aprovechaban para llamarme “orgullosa y creída”. No sé qué daño les hice, porque, incluso cuando a alguna de ellas la designaban para fregar el suelo de la oficina, por pura antipatía hacia mí, no fregaba por debajo de mi mesa.
En esa oficina empecé a experimentar lo que actualmente se llama “acoso”. En muchas ocasiones, cuando entraba en una pequeña habitación donde guardaban el material de oficina, entraba detrás de mí uno de mis compañeros, Carrillo era su apellido, hombre casado y me decía muy bajito - “señorita Rosario, con esa blusita se le marcan los pechitos” - y cosas por el estilo. La cosa no pasaba de ahí, sólo el color de mi cara subía de tono.
También, cuando en la oficina ponían música para que sonara por toda la fábrica, otro de los compañeros, un tal Balboa, me hacía señas para que entráramos a bailar al aseo, y el color rojo tomate volvía a aparecer en mi cara y en mis orejas. Quizás yo no fuera la gran cosa como mujer, pero intentar molestarme lo intentaban.
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