Page 20 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Nunca he sido guapa, más bien del montón. Cada vez que mi madre me peinaba era un suplicio, porque no era una madre tranquila y cariñosa que tratara el pelo de su hija con cuidado, al contrario, a tirón limpio y sin ningún cariño.
Ni mi pelo ni mí persona han disfrutado nunca de una madre amorosa, ella tenía suficiente con sus “noveluchas” que cambiaba en el quiosco por 10 o 15 céntimos cuando terminaba de leerlas. Se daba mucha prisa en hacer las cosas de la casa y la comida para poder dedicarse a lo que le gustaba, así salían las cosas, entre ellas mis pobres trenzas.
En 1952 yo ya tenía cinco años y empezaba a darme cuenta de algunas cosas. Tengo vivencias muy claras y recuerdos muy concretos de que mi padre me llevaba a la Glorieta los domingos por la mañana, donde, sobre el templete, tocaba la banda de música. Había sillas de madera, que ponía el ayuntamiento alrededor para que la gente se sentara a escuchar el concierto.
Mi padre me inculcó su gusto por la música “seria” y me hacía repetir una y otra vez los títulos del repertorio del día que estaban escritos en una pizarrilla.
A sus amigos de tertulia, que también asistían a los conciertos, les decía. - “Mi hija se sabe de memoria los nombres de todas las piezas que están tocando, veréis. - ¿Qué están tocando Rosarín? - El Amor Brujo, papá, ¿y de quién?, de Falla, papá -. Ante la complacencia de sus amigos, mi padre se hinchaba como un pavo.
A él, seguramente tengo que agradecerle el haberme aficionado a la música y también a la lectura, porque su amigo, el Sr. Agulló, un señor muy miope, dueño de una librería en las Cuatro Esquinas y muy amable, me obsequiaba con cuentos “FHER”, de vez en cuando.
Y hablando otra vez de música, nunca entendí por qué a la zarzuela se la denominaba “género chico”. Yo opino que hay obras realmente geniales y que deberían ser elevadas a los altares de la música como cualquier sinfonía de Beethoven. Sólo hay que escuchar con atención “La roca fría del calvario, se oculta en negra nube...” de la zarzuela “La Dolorosa”.
Un poco también presumía de niña lista. Me llevaba a su barbería situada en la subida de la Puerta de Orihuela, un localito pequeño con dos imponentes sillones de barbero, dos espejos grandes y estanterías llenas de frascos que olían de maravilla. Ese olor a barbería de caballeros me encantaba, comparándolo a como olía mi casa, a hierro viejo y a rata muerta. Allí, el barbero me cortaba el flequillo.
Con esa edad, unos cinco años, yo no tenía desarrollado todavía el sentido del ridículo, por lo que mi padre me hacía recitar todo lo que me sabía.
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