Page 22 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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MI CASA
En mi vida de niña hay muchos malos recuerdos. Eran tiempos muy oscuros, en plena posguerra, aunque lo peor ya había pasado. La guerra, el hambre y las represalias ya quedaban algo más lejanas.
Yo recuerdo esa época como la “fase del silencio”. Nadie se atrevía a hablar de política y si lo hacían, era en voz baja y con personas de confianza.
Mi casa, ese si era un mal recuerdo. Estaba en el número 54 de la calle dedicada al escritor y ensayista Eugenio D’Ors, hacía esquina a un callejón sin salida. Un portalón con dos muescas en la piedra del portal indicaba que la casa estaba preparada para la entrada de un carro, una puerta grande de madera vieja y agrietada por las varias manos de pintura que llevaba, con una puerta más pequeña a uno de los lados que se abría con una llave grande de hierro. En un lateral de la puerta se veía un agujero que, años antes, hizo una perrita con sus uñas y dientes. Se había quedado en la calle y tenía a sus cachorros dentro.
La casa era oscura porque hacía las veces de vivienda y taller donde mi padre tenía su negocio. Mi hermanastro ya se había marchado de casa, así que, allí sólo vivíamos mis padres, el hermano de mi madre que trabajaba de aprendiz en el taller y yo.
Como ya he dicho, era oscura, primero porque el taller carecía de ventanas y segundo porque el humo negro mezclado con el hollín que salía de la fragua impregnaba muebles, ropa y enseres con una pátina tan oscura como la calle, como la época, como la gente, como la mentalidad, como la ignorancia y como la incultura de aquellos años.
Al entrar, a la derecha, estaba la cizalla, una máquina grande accionada con palanca donde se metían las planchas de hierro entre sus dos cuchillas y dando un tirón fuerte cortaba las piezas. A su alrededor y contra la pared se amontonaban restos de planchas, ángulos, barras y piquetas esperando a ser utilizadas. A continuación, el dormitorio de matrimonio y también el mío, porque yo dormí en la misma habitación que mis padres hasta que nos cambiamos de casa, siendo ya casi una adolescente.
La estancia tenía una cama de matrimonio y donde antes había estado la cuna, una camita pequeña con un colchón de hojas de panocha incomodísimo , un armario horrible de madera oscura, con espejo interior y aparte de ropa y mantas, guardaba un bolso grande de charol, donde se suponía que me habían traído de París, una coqueta con espejo basculante y un palanganero antiguo de madera, ambas cosas heredadas de mi abuela paterna Rosario y que hoy hubieran hecho las delicias de cualquier anticuario,
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