Page 23 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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y ... la joya de la corona, un mueble librería con mesa, cajones y cierre de persiana, donde mi padre tenía sus Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós, sus libros que hablaban de motores de explosión y todos los secretos de los cajones que me tenían hechizada y escarbaba siempre que tenía ocasión. Sellos de caucho ovalados con su nombre “José Martínez Castellanos - Mecánico Agrícola”, tampones, viejas pipas, lápices y plumillas para mojar en tintero, papel con membrete y sobres, gafas viejas con los cristales completamente opacos por las esquirlas de soldadura, abrecartas y navajas, encendedores, barras de lacre y cajas de metal con restos de tabaco holandés que olían a dulce. También un bolsito pequeño de malla de plata envejecida, con unas cuantas moneditas dentro, también de plata, del Rey Alfonso XII.
En uno de los rincones de la librería, una bala de obús vacía que se desenroscaba por la punta y que tantas veces he usado como hucha y una pequeña vertedera tamaño juguete, hecha por mi padre y a la que se le movía la cuchilla de un lado y de otro como las de verdad. En esa habitación había una ventana con reja que daba a la calle. A continuación de esa habitación, siempre cerrada para que no entrara el humo, estaba la fragua, hecha también por mi padre, una plataforma cuadrada con una chimenea que la abarcaba toda y quedaba a la altura de la cabeza, a un lado la pileta de agua negra para enfriar el hierro, el yunque sobre un tronco de madera grueso que quedaba a la altura de la cintura. Apoyados contra la pileta, los martillos, las tenazas y el martillo grande llamado “el macho”. Seguidamente había una habitación con una ventana que daba al patio, que era donde dormían el aprendiz y mi hermanastro cuando venía, y el patio... “el patio de los horrores”.
En el patio, por supuesto, estaba el retrete. Si hubiera otro nombre aún más feo que la palabra “retrete” habría que aplicárselo. Ese patio era mi pesadilla particular, había que ir a él de noche o de día sin poder escapar.
El patio era un espacio grande, cubierto a medias y que anteriormente había sido una cuadra. Lógicamente, si el portalón estaba preparado para la entrada de un carro, el carro iría tirado por un animal, fuera mula, burro o caballo.
La cuestión es que al fondo del patio y justo al lado del retrete, había lo que en un principio fue un pesebre o comedero pero que entonces estaba lleno de trastos viejos, maderas, hierros, trozos de bicicletas y piezas de trilladora oxidadas. El lugar era oscuro, sólo había una bombilla a la entrada del patio, junto a la puerta y esa oscuridad, junto con los rincones y trastos acumulados, servían como cobijo y criadero a innumerables familias de ratoncillos. Había tantos, que para acceder al retrete tenía que dar palmas y hacer ruido para que se escondieran.
Una vez pusimos en el centro del patio un barreño grande lleno de agua y en la superficie dejamos flotando gran cantidad de trigo, también colocamos un trozo de madera a modo de rampa desde el suelo hasta el barreño. A la mañana siguiente, el barreño tenía cientos de ratoncillos ahogados.
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