Page 24 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Como digo, ese patio era mi pesadilla, creo que sufro estreñimiento crónico desde pequeña, porque retenía y aguantaba todo lo posible para no tener que meterme en ese cubículo terrorífico y sentarme en una tabla de madera con el agujero en medio y echar luego el cubo del agua.
En el patio además estaba la ducha. Un recipiente de metal (como no) hecho por mi padre y que, con una llave soldada a una pieza con agujeros, soltaba agua mezclada con óxido. También estaba la muela de afilar que funcionaba a pedal y a la que había que echar agua sobre la piedra de vez en cuando porque saltaban chispas al contacto con la pieza a afilar. La pila de lavar sobre un poyete de cemento, la cuerda de tender, de parte a parte del patio y, algo que no había en otras casas, un gran depósito de metal (otra vez), con un grifo y sostenido por un armazón de hierro con patas. Mi padre se las había ingeniado para que el agua de lluvia que caía a la terraza fuera a parar a ese depósito para ahorrarse el tener que estar yendo continuamente a la fuente, porque, por si fuera poco, en las casas no hubo agua corriente hasta años después.
A la izquierda de la entrada, había un espacio ocupado por el banco de trabajo, recuerdo que tenía un panel de madera en la pared con clavos a modo de perchas que recibían todo tipo de herramientas colgadas en perfecto orden, alicates de diferentes tamaños, tenazas, taladros de berbiquí, tijeras de cortar chapa fina, destornilladores, martillos, limas, etc. y, debajo de las herramientas, una cantidad de botes de hojalata con tornillos, tuercas, arandelas, brocas, bisagras, y todo lo que pudiera ser útil en algún momento.
Sobre el banco de trabajo y uno a cada lado, dos tornillos grandes para sujetar las piezas de hierro y poder trabajarlas.
Continúo describiendo la casa, antes de que se me olviden los detalles.
Al fondo de lo que era el taller y sin separación alguna, se encontraba un mueble de obra con puertecillas de madera y cristal. En ese armario se almacenaban restos de juegos de café, algunas tacitas huérfanas de plato, una fuente de loza y una sopera que sólo sacaban en Navidad. Según contaba mi padre, eran de su madre, o sea de mi abuela Rosario. Todo ello estaba colocado sobre cenefas de papel con agujeros formando dibujos que daban al armario un aspecto elegante.
A la izquierda estaba la cocina, un hogaril con trébedes para leña, sobre bancada de ladrillos rojos, una mesa para comer y la radio en la pared sobre dos escuadras metálicas. ¡La cantidad de poesías de Alejandro Ulloa que habré escuchado por esa radio! Y las cancioncillas de Maginet Pelacañas,
¡-Siete por siete cuarenta y nueve, siete por ocho cincuenta y seis, siete por nueve sesenta y tres, ¡y el que no lo sepa es que tonto es -!
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