Page 29 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Para empezar, a veces no me dejaban entrar en sus casas y otras me prohibían la entrada en el callejón. En otras ocasiones comentaban delante de mí y de otras crías pequeñas como yo, cosas concernientes a mi familia que yo no debería escuchar.
En una ocasión fui a enseñarle a una niña del callejón unas láminas que me había regalado el Sr. Agulló, amigo de mi padre y dueño de una librería en Las Cuatro Esquinas. Las láminas tenían unas ilustraciones preciosas sobre el embarazo y el parto. Algunas vecinas, al verlas me dijeron que si “eso” era lo que yo acostumbraba a ver en casa. Como si en mi casa estuviéramos continuamente pariendo, abortando y arrastrando fetos y placentas por el suelo. ¡¡Que triste!!. Como si quien más o quien menos, según ellas mismas comentaban, no hubiera saltado desde la pila de lavar para interrumpir un embarazo no deseado de ellas mismas o de sus hijas.
También me aficioné a leer cosas más serias y ataqué con fuerza la librería de mi padre. Recuerdo un libro muy gordo y muy interesante, “Hace falta un muchacho”, que trataba sobre los valores humanos como, la honestidad, el buen hábito del ahorro. Libros en valenciano como “Memòries d'un Llit de Matrimoni”, menos los libros que hablaban de motores y mecánica me leí todo lo demás.
Algunas veces, seguramente aleccionadas por sus madres, las niñas del callejón no me “ajuntaban” y claro yo me quedaba sin poder jugar a la cuerda ni al Tello con nadie, ni cambiar cromos, ni hacer panecillos de barro con cajas de cerillas. Entonces, con el rechazo a cuestas y sin saber que había hecho de malo, me marchaba a casa de mis primas, hijas de mi tía Soledad, que eran peluqueras y me quedaba a mirar lo que hacían y a ojear las revistas.
Yo notaba que al salir del colegio algunos chiquillos se me acercaban, no por ver mi “espectacular belleza infantil” sino porque yo podía proporcionarles canicas de acero. Mi padre tenía en el taller un bote lleno de rodamientos de acero de todas las medidas, que guardaba cuando desmontaba los cojinetes de alguna máquina. Esa fue la fuente que utilicé para que me prestaran tebeos a mansalva, tebeos de chicos, al fin y al cabo, pero siempre interesantes para mí.
Los chiquillos de pantalón corto y rodillas costrosas, después de hacer un agujero del tamaño de una naranja en la tierra llamado “gua”, jugaban a las canicas tirados en el suelo, arrodillados o en plan comando militar, o sea, barriga en tierra, cerrando un ojo y utilizando como disparador los dedos corazón y pulgar, hacían verdaderas guerras de canicas, y si alguno disponía de una canica de acero, era el rey de la manada, porque con una canica de acero y buena puntería, las canicas de los contrarios quedaban hechas papilla.
Entre tebeo y tebeo me fui apartando yo sola del trato con otras niñas del barrio, entre las que nunca me sentí del todo aceptada.
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