Page 30 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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JUAN Y MARÍA
Había un matrimonio en mi calle, en la esquina frente a mi casa, al otro lado del callejón. Se llamaban Juan y María. No tenían hijos, únicamente tuvieron un bebé que se les murió recién nacido. Con ellos vivía María, la vieja madre de ella.
Juan era un hombre alto, delgado, moreno y con bigote. Tenía una gran foto suya enmarcada en su habitación, en esa foto parecía un artista de cine. Sus manos eran blancas con dedos largos, como de no haber trabajado nunca. Yo las comparaba con las de mi padre, anchas con los dedos "porrudos” y con restos de grasa en las uñas por más que se lavara. Juan estaba enfermo del corazón y se pasaba todo el día sentado en su mecedora escuchando la radio. Las únicas aficiones que se permitía para llenar sus horas de enfermedad eran la radio y sus pájaros. Tenía varios canarios a los que había puesto nombre repartidos en pequeñas jaulas. En época de cría juntaba a los machos con las hembras y luego vigilaba los huevos. De vez en cuando se le morían todos porque cogían piojos o alguna enfermedad, pero él volvía a empezar con otra pareja.
Su mujer, María, era también alta y delgada. ¿por qué a mi todo el mundo me parecía alto?, ¿no sería que yo era pequeña?, siempre iba de negro. Su pelo rizado no había ido nunca a la peluquería. Su cara bondadosa era la viva estampa de una Virgen de Salzillo, con sus ojos grandes y sus dientes pequeños e iguales. Ella trabajaba en la fábrica de Ripoll y era la que traía el sueldo a casa. Juan cobraba una pequeña pensión. Lo sé porque ya de mayorcita, siendo ellos casi analfabetos, le escribía a mano unas autorizaciones para que María pudiera cobrar la paga del marido, así evitaba tener que salir de casa, por su enfermedad. Nunca observé que les visitara nadie del vecindario, sólo yo, y cuando lo hacía les leía los cancioneros de Radio Elche, les encantaba oírme recitar “El Seminarista de los Ojos Negros” y cosas por el estilo. La madre de María, la viejecita, no podía hacer gran cosa de las labores de la casa, pero todavía era capaz de preparar la comida para cuando su hija volviera del trabajo.
La vida de estas personas era muy humilde pero muy ordenada, la antítesis de lo que yo veía en mi casa. Allí no se tiraba comida porque se hacía la justa. No se compraban calcetines y medias continuamente porque los que tenían los remendaban cuidadosamente, no encendían las luces a no ser que fuera estrictamente necesario.
Era una casa humilde pero limpia, con tapetitos de ganchillos sobre el aparador y sobre la mesita de la entrada. Allí pasé muchas horas. El matrimonio me quería muchísimo, seguramente me dieron el amor más sincero que yo he tenido de pequeña. Nunca criticaron a mis padres ni a su forma de vida, se interesaban por mis cosas, por el colegio y yo les enseñaba mis dibujos y mis mapas en papel de barba con los contornos figurando el mar, pintados en azul difuminado, o les recitaba los verbos.
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