Page 31 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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De ellos aprendí lo que es el orden, el ahorro, y la limpieza. También, tengo que decirlo, yo usaba muchas veces su retrete, porque el mío me daba mucho miedo.
Como todo el mundo, no eran perfectos y todavía no me explico a razón de que, los dos, pero sobre todo él, trataban muy mal a la viejecita. Siempre le estaban riñendo y la pobre mujer se iba a su “alcoba”, como ella decía, sorbiéndose una gota que le caía por la punta de la nariz.
Yo quería mucho a la vieja, aunque me daba un poco de miedo quedarme a solas con ella porque se le trasparentaba toda la calavera. Estaba muy flaca, vestidita de negro y con el moñete de pelo blanco en la nuca parecía un cadáver.
Ya digo que le hablaban fuerte y con gestos duros, como si tuvieran hacia ella algún rencor oculto y terrible. Hasta Juan bromeaba conmigo diciéndome. - ¡Nos vamos a comer un pollo y a la abuela sólo le vamos a dar las plumas y el pico! - La pobre mujer no se quejaba y asentía con un movimiento de cabeza como diciendo - ¡Señor, perdónalo porque no sabe lo que dice! -
Nunca comprendí por qué aquellas personas tan tiernas conmigo, podían tratar de forma tan dura a la abuela y con palabras tan hirientes. La abuela murió pronto, y como era de esperar, también Juan murió bastante joven, al fin y al cabo, estaba enfermo del corazón y eso, entonces no era cualquier cosa.
Una noche que yo estaba en el cine con mi madre, el sereno vino a avisarnos que Juan había fallecido. Yo tendría entonces nueve años y fue la primera vez que vi a un muerto. Recuerdo que María se pasó toda la noche del velatorio, allí en su casa, pasándole una toallita mojada con colonia por la cara y las manos a su marido. Al día siguiente, día del entierro, mi padre compró un ramo de flores y yo, con ellas en brazos, acompañé a Juan, primero a la iglesia y luego, en una tartana detrás del coche fúnebre tirado por caballos, al cementerio, como si de su hija se tratara. A los pocos días, María se fue a vivir con su hermana a Fortuna, en la provincia de Murcia, pues toda su familia era de allí y habían salido del pueblo años atrás para trabajar en algo que no fuera el campo.
Con el fallecimiento de Juan y la marcha de María, perdí el único vínculo amable que disfruté mis primeros años de vida. Del resto del barrio y de sus habitantes no quiero ni acordarme.
De esa época oscura, casi negra, se me presenta como en las películas de Fellini, el feísmo o el realismo duro y vulgar del vecindario y de mi propia casa. A las vecinas peleándose a gritos y a veces enganchándose del pelo por cualquier tontería, la falda con la cremallera rota y cogida con un imperdible de mala manera, o al hombre que venía al taller a arreglar su bicicleta, sin camisa y luciendo la camiseta interior de tirantes sucia y amarilla por los sobacos y, algo que nunca he podido soportar de alguno de los críos de la calle, los mocos siempre colgando de su nariz.
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