Page 34 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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Recuerdo con amargura que un año por Reyes, en un sorteo que hicieron en El Pasapoga nos tocó un cartón con muchas piezas pequeñas de juguete, sartenes, cacitos, cacerolas, cubiertos y una cocinita con su chimenea. Me hizo mucha ilusión, pero no pudimos recogerlo porque mi padre iba atrasado con las cuotas de socio.
Cada año, por Reyes, yo escribía la carta y la depositaba en un Rey de cartón que había en la calle del Salvador, en la puerta de Almacenes Parreño. Pensaba que, si mis padres me fallaban, como casi siempre, inmersos como estaban en sus interminables discusiones, sin tenerme en cuenta para nada, allí estaba el Rey de cartón. Lo malo es que este Rey nunca recibió mis cartas.
Mi madre pasaba todo el tiempo que podía leyendo novelitas de amor de Pueyo y Corín Tellado con la pobre vista que tenía, pues era muy miope. Después de mucho tiempo comprendí que eso le hacía olvidarse de su realidad y también comprendí los ataques de ira que le daban, seguramente al comparar su vida con las vidas de las novelas. Cuantas veces, como final de una discusión, amenazaba a mi padre con irse y no volver nunca. Entonces me cogía de la mano y nos íbamos a Alicante no sé con qué propósito.
Yo odiaba esos viajes a Alicante, porque por aquel entonces, a mi abuela y a mis tíos, desahuciados del Barrio de Las Carolinas les habían adjudicado una infravivienda en el Castillo de Santa Bárbara. Para subir hasta allí, había una empinada cuesta sin asfaltar y yo, pequeña y casi a rastras, llegaba sin aliento. Una vez arriba, pues esa especie de casas-cuevas estaban en lo alto del todo, mi madre se reencontraba con su familia sus antiguos vecinos y su ambiente.
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