Page 42 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez

EL CINE AVENIDA
El cine era uno de los grandes desahogos mentales de mi madre. Creo que, con las películas, ella podía vivir otras vidas que no fueran la suya, igual que le había pasado tiempo atrás con las novelas. (Eso le diría un psicólogo si la hubiera conocido).
A mi madre se le deterioró mucho la vista de tanto leer sin parar y con poca luz sus noveluchas de amor, por lo que le aumentó mucho la miopía, obligándola a llevar gafas con cristales gruesos toda su vida, además por un ojo y debido a una enfermedad que padeció de pequeña, apenas veía nada, así que tuvo que dejar de leer.
El Cine Avenida, estaba en la acera de enfrente de mi casa, a unos escasos cincuenta metros y justo al lado del Hort del Borreguet. Tras una celosía de azulejos, subiendo tres grandes escalones, donde en el del medio se leía, inaugurado en 1946, se accedía a la taquilla.
Una vez dentro, a mano derecha, entre la cristalera donde se ponía el portero y la pared de madera con cortinas gruesas que daban a la sala de proyección estaba la cantina donde vendían pipas, caramelos, castañas pilongas, gaseosas y todo lo que se pudiera sorber, chupar o masticar. En frente de la cantina, se situaba la escalera que subía al gallinero y la puerta de bajada a los váteres. A la izquierda de la entrada, un espejo grande con carteles anunciando los próximos estrenos, el despachito de la taquilla y otro despacho que ponía “Privado”. Las sesiones eran continuas y con programa doble, por lo que se podía entrar a las cuatro de la tarde y salir a las doce de la noche.
La sala de proyección estaba construida en pendiente, con el suelo de madera y asientos duros e incómodos también de madera, pero más incómodos eran los del “gallinero”, bancos corridos y sin respaldo.
En las películas del oeste, cuando atacaban los indios, los chiquillos pateaban el suelo y abajo se oía como un terremoto sobre las cabezas.
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