Page 61 - Con Olor a Hierro - Charo Martinez
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PRIMEROS TRABAJOS
Con trece años recién cumplidos y estando todavía estudiando en la Academia Ripollés, ya no sólo ortografía y caligrafía, sino también correspondencia comercial, cálculo, contabilidad y mecanografía. Un día se presentó en la Academia, D. Nazario, de la empresa Informes Ilicitán y le preguntó a D. José si había alguna chica que supiera escribir rápido a máquina y sin faltas. D. José me señaló a mí y ambos concertaron por teléfono una entrevista con mi padre.
Mi padre me persuadió para que aceptara el trabajo.
D. Nazario y mi padre se conocían de vista, y también porque ambos eran de la misma cuerda política, republicanos de carnet. Mi padre, al igual que el hermano de D. Nazario, Andrés González Monteagudo, fue represaliado por el “Asunto Caracena" y estuvieron juntos en la cárcel. D. Nazario, por su condición política tuvo que emigrar con su familia a Argelia, siendo unos de los últimos en embarcar en el buque “Stanbrook” que partió del puerto de Alicante en 1939, regresando años después para continuar con su negocio de informes.
La oficina estaba en la calle Solares, dos habitaciones en una casa de planta baja donde el espacio estaba muy bien aprovechado. Compartíamos la oficina, dos mecanógrafas, un chaval para el archivo, un señor mayor que repartía talonarios, cobraba y recopilaba datos, un chiquillo, pariente del jefe, que repartía en bicicleta los informes a las fábricas de calzado, la mesa del jefe, llena de papeles y un teléfono.
Mi estancia en Ilicitán duró más de tres años y fue muy interesante. D. Nazario era un señor muy culto y educado, había hecho teatro con su familia durante su exilio. El trabajo era cómodo y el compañerismo bueno, menos cuando el chaval encargado del archivo se metía conmigo imitando mi tartamudeo. El chico era “guapete” y se lo tenía un poco creído. Pero lo mejor era que a mi padre le venía muy bien el dinero que me pagaban en Ilicitán, 250 pesetas al mes que sabía que eran fijas.
Mi hermano mayor se enfadó muchísimo al saber que yo estaba trabajando y se lo reprochó a mi padre, porque él hubiera querido que siguiera estudiando. La verdad es que nunca me hice ilusiones de estudiar una carrera, medios económicos no teníamos, por lo que me conformé con entrar en el mundo laboral haciendo trabajos de oficina que era lo que me gustaba.
Como me cogía de paso, a veces, antes de entrar por la tarde, pasaba a recoger a Antoñita Gasch Fenoll, la otra mecanógrafa, una chica pocos años mayor que yo. Me acuerdo que en su casa, frente al Cine Avenida, había un orden que para la mía hubiera querido. Su madre, después de comer se ponía a trabajar con su máquina de aparar y era Antoñita la que fregaba los platos, ordenaba la cocina y les pasaba un paño a los muebles, todo eso en tiempo récord para no llegar tarde al trabajo. En aquella casa se respiraba orden y un consenso de cómo y quién debía hacer las cosas.
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